3.4.08

EL ULTIMO VERANO DE KLINGSOR

“El viento silbará sobre mi oscura tumba.”
Thu Fu
[...] Este bello cuadro, terrible y, a la vez, encantador, su última obra realizada totalmente, se sitúa al final de su creación de aquel verano, al final de una época de trabajo enormemente ardiente, delirante, como su punto culminante, su coronación. A muchos les ha extrañado que todos los conocidos de Klingsor le reconocieran en seguida y sin ninguna duda, a pesar de que jamás un retrato ha estado tan alejado de todo parecido naturalista.
Como todas las obras tardías de Klingsor, este autorretrato podía mirarse desde distintos puntos de vista. Para algunos, especialmente para los que no conocían al pintor, el cuadro es ante todo un concierto de colores, un maravilloso tapiz, equilibrado, tranquilo y noble a pesar del colorido. Otros ven en él el último intento, audaz y desesperado de liberarse de lo concreto: un rostro pintado como un paisaje, los cabellos recuerdan el follaje e hileras de árboles, las cuencas de los ojos grietas en las rocas. Dicen que el cuadro recuerda a la naturaleza, como algunas lomas recuerdan la cara de un hombre, como algunos troncos de árbol recuerdan manos y brazos humanos, de lejos, como una alegoría. Muchos, sin embargo, por el contrario, sólo ven en esta obra el objeto, el rostro de Klingsor, descompuesto e interpretado por él mismo con inexorable psicología; una gigantesca confesión, una confesión sin miramientos, a gritos, que conmociona, sacude. Otros, entre los que se encuentran algunos de sus más acerbos críticos, ven en este cuadro precisamente un producto, un indicio de la presunta locura de Klingsor. Comparan la cabeza del cuadro con el original, en fotografía, y encuentran en la deformación y exageración de las formas elementos negroides, degenerados, atávicos, bestiales. Muchos de estos críticos destacan lo fantástico, fetichista de este cuadro, ven en él una forma de autoadmiración maniaca, una blasfemia y autoadoración, una forma de megalomanía religiosa. Todos estos puntos de vista y otros muchos son válidos. [...]
Hermann Hesse