“El impulso realista se sentía en otros países en los años setenta y ochenta: en España, con la obra minuciosamente percibida y sin embargo estructuralmente expansiva de Antonio López García (n. 1936), cuyas naturalezas muertas prolongan la tradición del bodegón español del siglo XVII, todo quietud e intensidad molecular. El realista más interesante en Francia era un israelí afincado en París, Avigdor Arikha (n. 1929).
Pequeños, con colores de poca intensidad y nerviosos, los cuadros de Arikha implican una aversión al espectáculo, un hastío de la tiranía del impacto. Son imágenes sencillas, enumeraciones de objetos ordinarios –un par de maltrechos zapatos negros, una jarra de cerámica o un manojo de espárragos como los de Manet, envueltos en papel azul – registrados con una extraña corriente subterránea de malestar, e impregnados de un sentido de la dificultad que entraña cualquier clase de descripción. Tratando de estabilizar una visión en medio de una imprevisible frecuencia de manchas, la obra de Arikha es todo concentración y respira un aire de escrupulosa improvisación y ansiedad: “A estas alturas, copiar del natural la vida”, argumenta, “requiere tanto poder de transgresión como capacidad de dudar”.
La pintura realista también surgió de nuevo en Norteamérica, aunque de manera menos convincente que en Europa. Los cuadros de Andrew Wyeth inspirados en una mujer llamada Helga y ridículamente superpromocionados, parecen piadosos anuncios de desodorante al lado de la obra de Freud. Si bien muchos artistas norteamericanos ahora estaban reclamando atención por haber resucitado una tradición, y aunque eso mostraba hasta qué punto el temperamento del mundo del arte había cambiado de dirección separándose del vanguardismo, también estaba claro que muy pocos podían lograr los niveles que exige la tradición. La obra de esos artistas tendía a ser excesivamente declamatoria, como las enormes versiones que hizo Alfred Leslie de los cuadros de Caravaggio y de David; o si no, simplemente se trataba de pintura figurativa de tonalidad inerte, laboriosamente dibujada. Una excepción notable, que convirtió en virtud una fría y trabajosa aproximación al desnudo del estudio, fue Philip Pearlstein (n. 1924). Los cuadros de Pearlstein no tienen nada de seductores. Los cuerpos desnudos están cortados por los bordes del lienzo, como si hubieran sido montados en una moviola o fueran trozos de montajes fotográficos. La superficie pintada es sebosa, prosaica; el color, árido. Sin embargo, obras como Mujer desnuda en una mecedora (1977-1978) tienen una considerable intensidad como argumento visual. El dibujo desapasionado de Pearlstein otorga a toda la masa del cuerpo una presencia analizada, y en su perceptible vehemencia pensativa parece estar más allá del manierismo.
Aparte de Wyeth, el artista figurativo más popular en Norteamérica durante los ochenta seguía siendo un inglés, David Hockney (n. 1937). En la década de los setenta, los artistas norteamericanos consideraban que no valía la pena la idea de un cuadro descriptivo que fuera a la vez afable y serio, y la declamación visual de Hockney –objetiva, amable, pero agudamente perspicaz – era más disfrutada en las galerías que emulada en los estudios. En los años ochenta, su obra parecía única, un acto sin seguidores.
Quizá sólo un extranjero podía concebir una imagen tan afectuosa de la buena vida vacía bajo el sol californiano como la que vemos en La gran zambullida (1967), de Hockney, cuya índole moderadamente astringente la aleja del hiperrealismo norteamericano con sus exageradas acumulaciones de incidentes en el contexto suburbano, pero es la manifiesta maestría de los medios lo que le da vida a esa composición: el absoluto virtuosismo de Hockney para representar los blancos velos de agua que el cuerpo hace saltar en el aire tras ser engullido por el azul, la desaparición contemplada por la ausencia, con todos los grados de estilización en un equilibrio perfecto. No es de extrañar que Hockney, el Cole Porter de la pintura figurativa, tantas veces y tan exageradamente fuera considerado su Mozart.
Norteamérica también había ritualizado la exhibición de las heridas emocionales, la búsqueda de terapias; y eso, tanto como cualquier otra cosa, puede explicar el éxito de un pintor cuya obra se basaba en parte en las convenciones realistas: Eric Fischl (n.1951). En un cierto nivel, la obra de Fischl es puro Hollywood: un arte de emocionantes fotogramas pintados a mano, fragmentos de argumentos psíquicos que hablan del dolor agudo que produce el distanciamiento de los padres, la rebelión adolescente y la vacuidad de los suburbios. Fischl afirma que su tema es “la crisis de identidad americana, el fracaso del sueño americano”. Con un desprecio acongojado, sus anécdotas se centran en el mundo de la clase media blanca de la cual proviene. Son implacables en su odio a los adultos: un discontinuo y amargo serial, aderezado con tensión, farsa y miseria erótica. La tierra de Fischl es el Long Island suburbano, que huele a perros sin bañar, a líquido para barbacoa y a esperma. Un lugar impregnado de voyeurismo y de resentida tumescencia. El estilo de Fischl emana del realismo de los años treinta, principalmente del de Edward Hopper, con un toque retrospectivo de Winslow Homer, aunque sin el dominio pictórico y formal de ninguno de los dos. A pesar de los solecismos que abundan en el dibujo y de la torpe composición de sus figuras, la obra de Fischl ejerce una fascinación emocional en los coleccionistas norteamericanos muy parecida a la que suscitaba sir Luke Fildes con sus imágenes de huérfanos entre los filántropos victorianos.
En Estados Unidos la situación de la enseñanza de las artes plásticas no había favorecido a la pintura figurativa seria. En realidad, el sistema educacional estaba tan decididamente en contra del arte figurativo que casi cortaron sus raíces. Las tradiciones no se sostienen solas; se pueden destruir en una generación, o en dos, si no se enseñan sus rudimentos esenciales, y eso fue precisamente lo que hizo la educación artística modernista-tardía en Norteamérica; naturalmente, en nombre de la “creatividad”. Era bastante más fácil darle una nota de aprobado al alumno que fotografiara seiscientos cincuenta garajes en un barrio de las afueras de San Diego, o al que se pasara una semana encerrado, con una botella para la orina, en la taquilla del vestuario de la Universidad de California, en Los Ángeles, y llamarle a esa terrible experiencia “una obra corporal de largo encierro”, que hacer hincapié en pruebas de destreza técnica, aunque sólo fueran moderadamente exigentes y, por tanto, “elitistas”. Cuando Fischl era estudiante en California, a principios de los setenta, tuvo que sufrir esas “clases de vida” que consistían meramente en que los estudiantes dieran vueltas por el suelo desnudos, salpicándose unos a otros con pintura. Pero la secuela de este liberalismo educacional no se dejó sentir en toda su magnitud hasta que en los años ochenta tuvo lugar una resurrección descriptiva llevada a cabo principalmente por la peor generación de dibujantes en la historia norteamericana. En parte, el colapso de la formación se debía a la superabundancia: la proliferación de escuelas de arte, provocada por la falsa ilusión generalizada de que el arte era terapéutico. Durante la década de los ochenta, anualmente, salían graduados de las escuelas de bellas artes norteamericanas aproximadamente treinta y cinco mil pintores, escultores, ceramistas y otros “profesionales relacionados con el arte”, todos aferrándose a sus títulos. Es decir, cada dos años, el sistema educacional norteamericano producía tantos aspirantes a creadores como habitantes tuvo Florencia en el último cuarto del siglo XV. El resultado fue la pesadilla de un fourierista. Firme en su convicción de que nadie puede ser desanimado, el sistema de formación artística norteamericano en realidad había creado un proletariado de artistas a finales de los setenta, una reserva de talento inempleable, de donde podía abastecerse el mundo de la moda, absorbiéndolos (y, si era necesario, dejándolos tirados) más o menos a voluntad. Pero el confuso sentimiento de democracia estética que eso promocionaba también debilitó el ideal de maestría justo en el momento en que era atacado por todos los partidarios de la deconstrucción en el mundo académico. De este modo, la imaginería dominante de los medios de comunicación se reforzó, rebajando aún más el arte hasta reducirlo a la categoría de nota al pie de página. Una nube de desasosegada complicidad se instaló sobre la pintura y la escultura norteamericanas. Su emblema es un indefenso escepticismo ante la simple idea de un profundo compromiso entre el arte y la vida: el temor a que buscar un sentimiento auténtico sea mostrar un candor, abandonar la “criticidad” celosamente atesorada como artista.
El contraste entre nuestro fin de siècle y el del siglo XIX salta a la vista: de Cézanne y Seurat a Gilbert y George en sólo cien años. El año 1900 parecía prometer un mundo renovado, pero puede que algunos contemplen el advenimiento del siglo XXI con cualquier cosa menos escepticismo y pavor. Nuestros antepasados vieron los horizontes culturales en expansión, nosotros los vemos encogerse.
Sea cual sea la cultura que este milenio nos depare, no será una cultura optimista. Quizá los artistas estén ahora esperando entre bastidores, como hicieron hace un siglo, madurando lentamente, ensayando y poniendo a prueba las imaginativas visiones que les permitirán trascender las ortodoxias estancadas de su época, la retórica sin salida de la deconstrucción, la costra de las suposiciones del modernismo tardío sobre los límites del arte. Un exacerbado sentido de la ironía –el preservativo indispensable para el nuevo fin de siècle – nos hace temer que no estará esperándolos aquella noción de territorio virgen que sedujo al modernismo haciéndole avanzar. Pero ¿realmente podemos estar tan seguros? A lo mejor no es más que una coincidencia, pero quizá no, el hecho curioso de que los nuevos ciclos creativos en la historia del arte, tras períodos de agotamiento, se sitúen con tanta frecuencia entre los años noventa y treinta. Los lineamientos esenciales de la pintura del siglo XIV quedaron definidos hacia 1337, cuando Giotto murió. Las principales formas visuales del Renacimiento florentino ya habían sido creadas por Masaccio, Brunelleschi y Donatello en 1428, más o menos cuando murió Masaccio. Entre 1590 y 1630, Caravaggio, Rubens, Bernini, Poussin y los Carracci rescribieron el lenguaje del arte occidental. Otra “radicalización” similar tuvo lugar entre 1785 y 1830 con David, Goya, Turner y Constable. En todos los casos, tras el primer torrente de ebullición creadora, sobrevenía una disminución de la creatividad, una academización y una sensación de estancamiento que fomentaba las dudas acerca del papel, la necesidad e incluso la supervivencia del arte. Y así también ha ocurrido en nuestro siglo.”