Por Cecilia Rodriguez Alvarado Los sueños alcanzan siempre a quien es acreedor de ellos.
Imágenes superpuestas de vos mismo desde cualquier creación atravesada por el frío de alguna atormentada tormenta, de algún cielo perdido...visos de ternuras escapadas de algún pincel que escribió en colores. Lienzo que clama desde tu respiración acompasada mirando algún precipicio solar. Siempre en busca de lo que te acune. No se a quién creerle más, si al hacedor o a la creación. Muchas maneras de aliviarte desde el fondo de esos ojos que proclaman alguna desesperación, desde tu mano en reposo y tu entera fisonomía que te hace creíble, tierno y hasta vulnerable. ¿Las aves aún cantan? Y entre todo, el tenso revés de la naturaleza para asomarte a la ventana de la inspiración, al don, al clamor de tu alma. Bajo tus pies etéreos existe una nueva posibilidad, la melodía de mirarte u ocultarte, de fatigarte o salvarte. Dos hombres amantes de lo inasequible. Mira el de atrás, se hunde en retracciones el que lo avasalla desde un negro perpetuo. Melodías de la forma insisten en ser claras, aunque duela. (Tu forma estalla en sueños y desnudez)
¿Las aves emigran? Vuelven los aleteos flagrantes de la inspiración y el espejo, de la ausencia y los recodos, de las caricias y los besos del color que aún no fueron dados. El azul está mutando de sombra y en tu cabeza pululan resabios de imágenes. Los dioses emergen melindrosamente para atizar las oscuridades y entregarte tu letal vaticinio perenne de la figura y el esplendor mientras vos hurgás con empecinamiento en los misterios del tiempo para que se lean las curvas, se amen los contrastes, se rocen los instintos. ¿Las aves acarician la luna? Un retrato. Un creador y la infinitud de su esencia.