'Klimt' es una película sobre fantasmas, reflejos y falsas apariencias. Narrada de forma fragmentada y simbólica, el filme provoca una cierta sensación de extrañeza en el espectador, muy adecuada para hablar de los sueños simbolistas del pintor vienés. Rauol Ruiz toma los encuadres y los colores distorsionados de Gustav Klimt para narrarnos el último viaje del genio austriaco en un filme anticonvencional, hermoso, libre y divertido. Acercarse al arte de Gustav Klimt, o mejor a él mismo, sin caer en la retórica de la biografía, en la pesadez del ensayo, en la fangosa pastosidad sin alma de las palabras. Ésta parece haber sido la máxima de Raoul Ruiz para mostrarnos los tormentosos, sensuales e intensos laberintos del pintor austriaco; artista escandaloso de cierto pulso decadente y amado, por tanto, por la burguesía mortalmente aburrida de la Europa del cambio de siglo. Raoul Ruiz, tan amante de los elementos surrealistas, se decanta esta vez hacia el simbolismo (más sensual, más decadente, más francés), de forma que agua y espejo serán, en esta escena y durante todo el filme, símbolo y estética de la transformación, la introspección y el recuerdo. ¿Y cómo lograrlo? Empieza el filme en un sanatorio donde Klimt, sifilítico y en la cumbre de su gloria, agoniza perfectamente inmóvil sumergido en una bañera. Ante él hay un espejo, y en el espejo y el agua se reflejan rostros pasados y bailes de máscaras, puertas al otro mundo. Raoul Ruiz, tan amante de los elementos surrealistas, se decanta esta vez hacia el simbolismo (más sensual, más decadente, más francés), de forma que agua y espejo serán, en esta escena y durante todo el filme, símbolo y estética de la transformación, la introspección y el recuerdo; a la vez límite y portal donde sumergirnos en el último viaje de un genio hacia la muerte. De forma que Klimt, la película, es un viaje interior que el director capta y muestra a través de un universo, y de una estética, plagada de símbolos y ferozmente antirretórica. Como ya ocurrió en otras obras del director chileno (o francés, según se mire) como Ce jour-là (2003) o Généalogies d'un crime (1997), el filme está atravesado por una sutil ironía, que deriva en ocasiones hasta el slapstick o la pura comedia surrealista. Elementos cómicos o extravagantes se muestran junto a situaciones morbosas o delicadas sin que la trama chirríe, lo que convierten esta obra en un delicioso y extraño recorrido onírico por la Viena de 1900. Raoul Ruiz nos da algunas pistas para interpretar este viaje: Klimt lee a Dante en un salón, y cita, en diversas secuencias, algunos párrafos de La Divina Comedia. La película narra por tanto un viaje hacia la muerte a la manera del clásico florentino: el pintor recorre los escenarios de la época (los salones vieneses, su estudio, los burdeles de Viena o de París, las salas de exhibición, los palacios burgueses) de la mano de intrincados compromisos políticos y sentimentales, y con la ayuda de un misterioso funcionario de la embajada vienesa (un delicioso personaje, gris en apariencia, y quizá un trasunto aburguesado del que fue guía de Dante, el poeta Virgilio).
En este viaje onírico que emprende Klimt (interpretado por un John Malkovich excepcionalmente serio y contenido) juegan también un importante papel las mujeres que formaron parte de la vida del pintor: su madre y su hermana (que Ruiz retrata como sujetos extravagantes y alucinados), sus sucesivas amantes (entre las que destaca Emilie Flöge, confidente, amiga y compañera de juegos), las prostitutas de Viena y París e incluso sus hijas. A la manera de Dante, en este opresivo escenario burgués lleno de pasteles de crema (que Klimt odia y con los que Raoul Ruiz fantasea durante todo el filme), no faltará una Beatriz, encarnada en esta ocasión por la pérfida Lea. Se trata de un ideal femenino que el pintor persigue a lo largo de toda la película y que el director nos presenta como un fantasma y como una ficción: la primera vez que el pintor ve a Lea de Castro es en una proyección cinematográfica y en todos sus encuentros juegan un papel importante las sombras y los espejos, los reflejos y las apariencias. Lea, un personaje a la vez romántico y surrealista, al fin y al cabo es sólo una mujer que no existe, juega un ambiguo papel en el entramado de la película. Por un lado, Ruiz la contrapone a los aburridos intereses académicos y la convierte en la perfecta encarnación de una “musa”, por otro, Lea no deja de ser una invención, una mentira tan falsa como los oropeles de los que huye Klimt, sin conseguirlo. De esta distorsión onírica (enfatizada por la bellísima fotografía de Ricardo Aranovich) nacen algunas de las ideas más hermosas de la película: en una de las pocas escenas donde aparece el pintor trabajando, observamos a Klimt jugando a distorsionar mediante agua y espejos las figuras desnudas de sus modelos; en otra, nos encontramos al pintor persiguiendo la sombra furtiva de Leda, oculta detrás de una cortina iluminada, a la manera de una sombra chinesca; en otra, el protagonista se encuentra rodeado por una lluvia de papeles de oro, el mismo que emplea en sus cuadros, que el genio de Emilie Flöge ha hecho volar por los aires…El film ahonda aún más en esta fantasmagoría de símbolos, reflejos y falsas apariencias. Para empezar, la estructura es más circular que lineal, la relación entre escenas es más metafórica que temporal y el director se sirve de elementos recurrentes (una estatua, una palabra, una imagen) para ligar las diferentes secuencias entre sí, como si fueras claves que permitieran al pintor, y al espectador, ir desentrañando el laberinto de la trama. A la manera de Klimt, que también fue simbolista y, por tanto, amante de la subjetividad, Ruiz explora la vida del pintor y consigue una constelación de imágenes para cada situación. El arte académico y apoltronado de la Viena Imperial es una tertulia de café, con sus tertulianos discutiendo a voz de grito de banalidades artísticas, sus oropeles dorados, sus tartas de nata montada y sus prismáticos: un mundo de apariencias y espías que Klimt desmonta con una palabra, (flores) que hace estallar a añicos un espejo en el que acaban reflejándose todos los que se encuentran en el café (una imagen inquietante que se repite varias veces durante el filme y que podría simbolizar desde el final del mundo ordenado del siglo XIX hasta el rechazo del pintor por el arte convencional y aburrido de la Academia). El director se sirve de elementos recurrentes (una estatua, una palabra, una imagen) para ligar las diferentes secuencias entre sí, como si fueras claves que permitieran al pintor, y al espectador, ir desentrañando el laberinto de la trama. El espejo roto también es un símbolo de la fragmentación narrativa del filme de Ruiz. A medida que la acción avanza y se acerca la muerte del pintor, los escenarios, y los personajes, aún siendo los mismos, cambian sutilmente. Varían los encuadres y los colores se distorsionan. Ruiz parece haber hecho suya la paleta del pintor simbolista y emplea los colores vivos, los reflejos dorados y los ángulos complejos del pintor para recrear una sociedad fascinante y teatral, al borde del abismo ético y estético por culpa de las vanguardias, el psicoanálisis, el marxismo y el fantasma de una guerra que se presiente próxima.
Por Marta Torres en www.judexfanzine.net