Tras la sobremesa, la opción general fue tumbarse al hasta ahora escaso sol primaveral. Descansé unos minutos; cogí la libreta y los lápices y descendí por el sendero principal. El espectáculo de la naturaleza en estas fechas es tan exuberante que todavía recuerdo cuando -no hace mucho- la urgencia por “aprender” llegaba a ser acuciante. Por un desvió volví a ascender perpendicularmente la ladera de la montaña. Me detuve y roté tratando de localizar una vista o un motivo. Acalorado decidí reposar sobre una roca a medida. Absorto entre tanto estímulo, una melodía destacó entre las otras y llamó mi atención. Del árbol más cercano provenía el canto de un pájaro que no alcanzaba a distinguir. Tan solo una pequeña y ágil silueta y una espectacular serie de secuencias sonoras: arpegios, timbres, pitos… El concierto se extendió a lo largo de varios minutos. O no advertía mi presencia o le daba igual. Y en todo momento la duda de saber si lo que al mismo tiempo me parecía escuchar a lo lejos era la réplica de su interlocutor o sólo un eco que se producía en mi cabeza. Aquello parecía no tener fin, y ya no recuerdo quien voló o se levantó antes. De pié, aún permanecí meditativo unos segundos… hasta que el sonido de la hierba que se plegaba al paso de una enorme serpiente que se deslizaba entre mis pies vino a sacarme del trance.