9.8.10

SOBRE EL SUICIDIO

Por Antonin Artaud


Antes de suicidarme quiero que se me asegure que así será, querría estar seguro de la muerte. La vida sólo se me aparece como un consenti-miento a la legibilidad ilusoria de las cosas y a su vínculo con la mente. Ya no me siento como la encrucijada irreductible de las cosas, la muerte que cura, cura desligándonos de la naturaleza, pero ¿y si no fuera más que una suma de dolores donde no ocurren cosas? 
Si me mato, no será para destruirme, sino para reconstituirme; el suicidio no será para mí más que un medio de reconquistarme violenta-mente , de hacer brutalmente irrupción en mi ser, de dejar atrás el incier-to avance de Dios. Por medio del suicidio, reintroduzco mi diseño en la naturaleza, doy por primera vez a las cosas la forma de mi voluntad. Me libero del condicionamiento de mis órganos, tan mal adaptados a mi yo, y para mí la vida deja de ser un azar absurdo donde pienso lo que me dan a pensar. Elijo entonces mi pensamiento y la dirección de mis fuerzas, de mis tendencias, de mi realidad. Me coloco entre lo bello y lo feo, lo bueno y lo maligno. Me quedo suspendido, sin inclinación, neutro, presa del equilibrio de las buenas y las malas peticiones. 
Porque la vida en sí misma no es una solución, la vida no tiene nin-guna clase de existencia elegida, consentida, determinada. No es más que una serie de apetitos y de fuerzas adversas, de pequeñas contradicciones que alcanzan su fin o abortan siguiendo las circunstancias de un azar odio-so. El mal, como el genio, como la locura, se encuentra instalado de mane-ra desigual en cada hombre. Tanto el bien como el mal son el producto de las circunstancias y de un sentimiento que se potencia hacia algo más o menos activo.
Es ciertamente abyecto ser creado, vivir y sentirse irreductiblemen-te determinado hasta en los menores reductos, hasta en las ramificacio-nes más impensadas de su ser. Después de todo no somos más que árbo-les y probablemente esté inscripto en un recodo cualquiera del árbol de mi raza que algún día me mataré. 
La idea misma de la libertad del suicidio cae como un árbol talado. No soy el creador del tiempo, ni del lugar, ni de las circunstancias de mi suicidio. Ni siquiera doy origen al pensamiento, ¿sentiré la arrancadura? 
Puede que en ese instante mi ser se disuelva, pero si permanece en-tero, ¿cómo reaccionarán mis órganos arruinados, con qué órganos impo-sibles registraré yo el desgarramiento? 
Siento la muerte sobre mí como un torrente, como el sacudón ins-tantáneo de un rayo del que no alcanzo a imaginar la capacidad . Siento la muerte cargada de delicias, de dédalos en remolino. ¿Dónde está, en esto, el pensamiento de mi ser? 
Pero he aquí de pronto a Dios como un puño, como una guadaña de luz cortante. Me he separado violentamente de la vida, ¡quise remontar mi destino! 
Dispuso de mí hasta el absurdo, este Dios; me ha mantenido vivo en un vacío de negaciones, de encarnizados renegares de mí mismo, ha des-truido en mí hasta los menores empujes de vida pensante, de vida sentida. Me redujo a ser como un autómata que camina, pero un autómata que sintiera la ruptura de su inconsciencia. 
Y he aquí que quise dar pruebas de mi vida, que quise unirme a la resonante realidad de las cosas, que quise romper mi fatalidad. 
¿Y qué dice Dios? 
Yo no sentía ni la vida, la circulación de toda idea moral era para mí como un río reseco. La vida no era para mí un objeto, una forma; había devenido una serie de razonamientos. Pero razonamientos que daban vueltas en el vacío, razonamientos que no daban vueltas, que estaban en mí como esquemas posibles que mi voluntad no llega a fijar. 
Para llegar al estado de suicidio, necesito el retorno de mi yo, nece-sito el libre juego de todas las articulaciones de mi ser. Dios me colocó en la desesperación como en una constelación de callejones sin salida cuya iluminación conduce hasta mí. No puedo ni morir, ni vivir, ni desear morir o vivir. Y todos los hombres son como yo.