7.9.10

UN CAMION DE HORMIGON, UN PAPEL DE CARAMELO

Por Carmelo Camacho


Hicimos pausadamente lo que vinimos a hacer aquí. Nos faltó gas en la bombona o el problema era de la candileja. Volvió nuestro amigo de Madrid con un buen resultado. La vida consiste en dormir en colchón prestado, en una preciosa habitación con mesitas castellanas, lámparas y libros en los estantes. una cómoda con algunos cuadros, forman el decorado. En las paredes se deja notar la arquitectura de esta antigua casa. Luego de dormir añorando el propio colchón; enamorados por el hecho de compartir cabalmente el todo del día. desayunamos repetidos cafés y un pan redondo y plano. Un pan aceitado, que aquí dan en llamar torta. Muy rico. La pareja de panaderos jóvenes tienen modos y aspecto de estar siempre recién casados. Ostentan el negocio con capacidad y el ánimo primordial y transparente del laborioso Benjamín. La Bondad. El abono de este pueblo, que este año no recogió, las pagaban a 30 céntimos en el mayor, sus cerezas.
Leemos el libro que dejamos parado en el mejor momento anoche, cuando nos usurparon la tranquila presencia del silencio. Los jóvenes son jóvenes. Los pájaros son pájaros, decía Evaristo. Se reunen en el soportal de esta añeja casa al abrigo de un banco que llegó hasta aquí del cercano paseo de la princesa Cristina de Noruega. Junto a la Colegiata. Un banco de noche para procurar el inicio de los primeros cigarrillos, porros, besos. Un banco de parque, de paseo. Que camina a voluntad de los imberbes o los maliciosos. O los sencillos. O los corajudos folclóricos amantes del lugar y las cigüeñas. Este año hay tres.
Unas horas después de despertar nos socializamos en busca de comida. Quiero decir, de ésta manera todos sabrán que estamos en el pueblo. Los pájaros son pájaros. A los ultramarinos. A comprar el pescado, buenísimo si está bien elaborado, y todo lo necesario. Estamos en Burgos y queda la historia viva entre sus adobes y muros. Hay una chacinería estupenda. Morcillas bien especiadas, como con alegría. De arroz. Como si estuvieran avaladas por el silencio, la naturaleza, que nosotros venimos extrañando. Disfrutamos del aroma de los tomates recién regados. La visión ocasional del juego de unas ardillas en una sabina, arrullada por el riego del aspersor. Emulamos así la vida del campo de Verga, PavesseDelibes. Y Saramago cuando nos dijo todo aquello sobre Portugal. Adormecemos aquí nuestro afán de conquista. Nos tranquilizamos, por pocos días. Hay tabaco y periódico, regaliz en barra para los que dejaron de fumar. En el estanco puedes seguir jugando a hacerte rico. Y comprar novelas y otras innumerables mercancías. Dos horas después nos vamos caminando hasta la finca. Apenas 1400 m. manejables, la medida ideal de la intimidad. Domables con el agua de riego constante y una caseta de obra metalizada. Llegada en camión. Esos camiones que sacuden estas carreteras. Con una docena de frutales de poco riego y un símil de huerta suficiente. El secreto está en el pozo, de ahí manó agua, según nuestros amigos, gracias a San Antonio y 3000 €. Peor hubiera sido si el pocero se hubiera cegado en tierra o encontrado un teso de yeso cristalizado, o una valija, amor o un osario. O una tesela, o un denario. Un ápice de camino romano cruzado en su búsqueda.
Y hay también unos álamos gigantes a la derecha, al fondo. Una decena de arbustos bien crecidos. Arborescentes como pira que no apagara nunca. Unos cipreses dándonos, dandys, la bienvenida siempre. Un manantial de paz en tres palabras. Con independencia del chapoteo de los chiquillos del lindante camping de reposo y piscina. Y su discreta y respetuosa megafonía. Pienso que en otros lugares sonarán músicas del verano de sol a sol. Obligadamente alegres. Repetitivas. Aceleradoras del transcurso del día vacacional. Músicas que dan sed para acabar con todo el dinero que llevamos en el bolsillo. Pienso que en Agosto no hay música mejor que la que produce el roce de las ardillas en sus saltos de plátano a sabina, de sauce a cerezo viejo. El almacén de comida ideal para estos bichos de cola larga. Ni música mejor que la boca de riego manando agua. O que la tijera de poda cortando madreselva, eso verde muy ramificado que todo lo atrapa, como la vida. O la propia música de los textos leídos en silencio. Cerebrales. Los tan queridos artículos de Muñoz Molina. Los recordados de nuestra querida ausente Mercedes Soriano. Seguro que ahora le hubiera gustado compartir con nosotros armonía. O utópica independencia. O la música misma del suspense que no termina nunca. Preparándote para ser buen espectador del desigual e inquietante cine televisivo.
Una parte del día se ha ido con estas notas y nos espera darle vida a la herramienta. Sellar la tela asfáltica, coger unos cubos de caduca cereza no recogida. Simplemente sentarnos a ver el campo o los ojos del puente sobre el Arlanza en su magnífica y muy necesaria construcción. Cinco bares hay en este pueblo y no los hemos visto en esta ocasión. Con esta lentitud el bien o el mal no existen. Pero el bien nos lo llevamos con nosotros engarrafado en cinco litros de vino de Evaristo. Clarete Rachel de cepa, de palo centenario. Muy fresquito al paladar, sin nota de malicia.
Y ahora quiero recordarte amigo Antón, cuántas veces rememoraré a aquel artista. Parado en el sur de Francia, por una huelga de transporte en la frontera. Usó para su trabajo la imagen de la habitación que le había correspondido. Allí elaboró el pintor una nueva e interesante versión de los cuadros que le tocaron en suerte: cisnes, ciervos. Miel sobre néctar de brezo. La maravilla con fuego bajo en su interior. La vimos en Vanguardia...¿recuerdas?.