16.2.10

VIRGEN Y VENUS

Por Cristina Montoya en 2004
La casa está callada. Apenas lejanos resuenan los ecos de las pinceladas, de los barridos enérgicos de pintura, del lienzo frotado. La rodilla se hinca en el suelo. La pasta en la paleta. Unos pasos atrás para contemplar la obra. Silencio. Vuelta a empezar. Siento curiosidad por su trabajo y me dispongo a subir las escaleras hasta la buhardilla. Las paredes están repletas de nuestra historia imaginaria. Retratos, autorretratos, desnudos, abstractos, naturalezas... Hacia el último tramo comienza a aparecerse su figura: esbelta, fina; flexible y elegante. Cubierta de color. Con una fuerza que no acierto a describir. Fotografías en el panel, dibujos por todas partes, pinceles y brochas, trapos, botes, espátulas, tubos de óleo amontonados, el gran cristal-paleta circular, la caja con sus fetiches. Adoro este lugar. Es como teletransportarse al laboratorio de un alquimista, a las estancias de un mago. Dónde cualquier cosa es posible. Basta con arreglar el conjuro. Volcado en lo que hace, concentrado, advierte mi presencia y me dirige una sonrisa cálida que invita a contemplar el lienzo: “mira cariño, a ver que te parece”. Hace 16 años que tuve la suerte de conocer a Eduardo Alvarado. Y llevo compartiendo mi vida con él desde hace 15. He contemplado sus primeros escarceos con el arte y soy testigo de su trayectoria durante todo este tiempo. Años en que se ha entregado en cuerpo y alma al estudio y desarrollo de La Pintura. Si he aprendido mucho de su maravillosa persona, es todo lo que le debo por haberme descubierto el mágico universo del arte. Sin el cual ahora sería incapaz de concebir mi existencia. En este sentido Eduardo, y consecuencia de su voluntad y generosidad sin límites, desempeña una labor gigantesca en la apasionada transmisión de la idea de lo poderoso del espíritu humano. Y de todas sus formas de expresión. Siembra incansable y enérgicamente a su alrededor la inquietud por este prisma vital y su autenticidad. El arte como necesidad, como experiencia existencial. Intentando comprender y construirse a sí mismo. Y a la obra de arte. Su mirada inteligente, más allá de la percepción inicial busca lo invisible, anticipa, reconoce, interpreta, utiliza información sabida; en un diálogo continuado con lo sensorial, lo vivido, el deseo, la materia y el accidente, que nos permite sumergirnos en su mundo más íntimo. Una mirada dirigida por el deseo de conocimiento, de comprender, de aprehender lo nuevo con lo ya conocido; y de hacerlo propio. Sometiendo a la realidad a sucesivas y sagaces preguntas, cuyas respuestas podremos descubrir en sus lienzos. Esta humildad con la que se enfrenta al trabajo, hace que su pintura inevitable e invariablemente respire vida y honestidad, verdad en el sentido más elevado. El interés por uno de los grandes enigmas de la historia de la humanidad, el cuerpo, la máquina más perfecta y a su vez llena de infinitas imperfecciones, ha constituido desde siempre en su trabajo el tema central. En especial el suyo propio y el de la mujer. En “Virgen y Venus” ilustra sus ideas a cerca de ésta: diosa madre, origen, creadora, dadora de vida y amor, pura, símbolo de la feminidad. Objeto de deseo, pasión, belleza, animalidad y primitivismo. Mujer como misterio. Enigmas y melancolías. Mujer eterna e incluso como decía Moreau: “un pájaro caprichoso, a menudo fatal, que atraviesa la vida con una flor en la mano buscando un ideal vago, casi siempre terrible. Siempre avanzando, pisándolo todo, incluso genios y hombres santos”. El desnudo y el cuerpo como templo y obsesión. Cargado de reminiscencias africanas y naturales y bajo parámetros expresionistas, brillantes ocres, verdes, naranjas, negros... con una capacidad virtuosa excepcional, fuera de lo común, resulta en imágenes potentes. Revestidas de animalidad, de un halo misterioso. Intimistas y fruto de su sensibilidad única. Emociones y cuerpos de PINTURA, PINTURA.